Ocho historias (sin épica) de la llegada del hombre a la Luna
- Palabras Mayores
- julio 14, 2019
- Generales, Internacionales, Tecnologia
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Poner el pie en la Luna, uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado la humanidad, no podía ser fácil. Las históricas imágenes del cohete Saturno despegando o de los primeros seres humanos dando saltos por la yerma superficie lunar esconden otra gran crónica de obstáculos, casualidades y una miríada de pequeñas historias interesantes pese a su aparente insignificancia.
La mayoría se han ido haciendo públicas a lo largo de los años. En castellano las ha compilado el ingeniero industrial y divulgador científico Rafael Clemente, en el libro Un pequeño paso para [un] hombre (Libros Cúpula). Hoy son llamativas anécdotas que también forman parte, con mucha menos dosis de épica, de una historia extraordinaria.
No pisó la Luna el hombre que más lo quería
La gran paradoja de la llegada del hombre a la Luna es que quien la pisó en primer lugar no era quien más lo quería y que terminó siendo segundo el que se moría de ganas de hacerlo. El caso es que Neil Armstrong no tenía interés personal en ser el primero en hollar nuestro satélite. Él estaba centrado en aterrizar con éxito, mientras que su compañero Edwin ‘Buzz’ Aldrin sí tenía la ambición de pasar a la Historia por este hito. Pero hubo varios factores, tanto premeditados como casuales, que no lo permitieron.
Armstrong era, al fin y al cabo, el comandante de la misión y el más veterano. Se ha especulado con que la NASA prefería que el «pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad» lo diera un astronauta de origen civil -Armstrong fue veterano en la guerra de Corea, pero no era piloto militar- porque aminoraría las críticas sobre la militarización de la llegada a la Luna.
Pero hubo una cuestión meramente práctica que condicionó quién sería el protagonista: el lugar en el que estaban sentados en la cápsula y la dirección en la que se abría la puerta. Armstrong se situaba a la izquierda, Aldrin a la derecha y la puerta por la que saldrían al exterior se abría de izquierda a derecha. Con el tamaño de la cápsula y los pertrechos que ocupaban el hueco, además de la escafandra, Aldrin no podría saltar por encima para salir en primer lugar aunque quisiera.
Los astronautas, contra su propio mito
Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins fueron la tripulación reserva del Apolo 8, así que les correspondía ser la titular del Apolo 11, tal como se había organizado el protocolo de los equipos. Fue esa azarosa circunstancia la que les llevó a integrar la misión que pondría el pie en la Luna, con un resultado menos mediático de lo que quizá la NASA hubiera deseado, porque la relación entre los tres astronautas era más bien fría, en comparación con la que tuvieron otras tripulaciones. Una vez acabada su histórica misión, cada uno siguió su propio camino y coincidieron en pocas ocasiones a lo largo de los años siguientes.
Al terminar su carrera en la NASA, Armstrong desapareció prácticamente de la vida pública, y costaba contactar con él hasta para celebrar las efemérides. Armstrong no estaba dispuesto a que su vida privada fuera invadida por el acontecimiento por el que se convirtió en leyenda. Dejó la NASA, aunque siguió colaborando con la agencia, se mudó a una granja en su Ohio natal y se dedicó a dar clases en una universidad de segunda fila, como la de Cincinnati, porque no quería aprovecharse de su fama para pasar por delante de otros docentes más preparados.
Fue Aldrin quien adoptó un perfil mucho más público y mediático. Cambió su nombre legalmente y pasó de ser Edwin a ser directamente ‘Buzz’, su apodo familiar.
En buena parte, ni Armstrong ni tampoco Collins se sentían cómodos atrayendo el protagonismo de un logro tras el que estaba el trabajo de miles de personas y en el que ellos solo habían contribuido a una parte, aunque fuera la definitiva. En una entrevista a la NASA, Michael Collins, el piloto que se quedó sin pisar la Luna, afirmaba que ni él ni sus compañeros merecían realmente la Medalla de Honor del Congreso, porque no hicieron nada más allá de lo que era su deber.
Aldrin ‘santificó’ el alunizaje
Las comidas en el espacio no son un placer para los sentidos, sino una necesidad fisiológica que hay que satisfacer de manera limpia y sin que interfiera en los objetivos de la misión. Para ser más funcionales, vienen deshidratadas y en paquetitos. De hecho, las hoy conocidas como barritas energéticas se usaron por primera vez en el programa Apolo.
En el menú de Armstrong, Aldrin y Collins había dos opciones, concebidas más por su bajo residuo que por su equilibrio nutricional. El primero, propio de un desayuno: cubos de beicon, melocotón, galletitas de azúcar (tratadas para que no soltaran migas que flotaran por la cápsula), zumo de piña y pomelo y café; el segundo, más sustancioso: sopa de pollo, estofado de buey, pastel de dátiles y zumos de uva y naranja. El agua para beber salía como subproducto de las pilas de combustible del módulo de servicio a partir del hidrógeno y oxígeno con el que producían electricidad. La tenían fría y caliente, pero su proceso de formación poco natural tenía sus efectos secundarios en forma de molestias gástricas.
Sin embargo, el primer alimento ingerido con el Eagle posado sobre la Luna no fue uno de los previstos, sino una eucarístía laica improvisada por ‘Buzz’ Aldrin, que en su petate al satélite había metido un pequeño cáliz de plata, un vial médico con vino y una oblea. Leyó un versículo del Evangelio de San Juan –«Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5)- y comulgó.
La NASA no objetó nada a esta ceremonia, que Aldrin realizó como un acto estrictamente personal y de la que Armstrong no sabía nada. Años más tarde, en sus memorias, Aldrin dijo que quizá no debería haber realizado este gesto religioso, porque -consideraba- estaba representando a toda la Humanidad, con independencia de su credo.
¿Inteligencia aeronáutica? El bolígrafo más caro de la historia
Los astronautas necesitaban escribir en sus misiones, pero algo tan sencillo como usar un bolígrafo o un lapicero se complica cuando no hay gravedad. ¿Qué hacer si los bolígrafos no son capaces de soltar tinta en ingravidez? Los cosmonautas rusos usaban lápices, pero la NASA, haciendo gala de una prudencia extrema, temía que el grafito de una mina rota, que es conductor e inflamable, se colara en algún circuito y provocara un fallo eléctrico, por lo que investigaron para hallar uno que escribiera en cualquier situación.
A comienzos del proyecto Gemini, la NASA encargó a una empresa diseñar un lápiz retráctil y seguro. El prototipo que entregó esta empresa supuso una factura de 4.328,50 dólares por tan solo 34 unidades, lo que hacía que cada bolígrafo espacial saliera a 127 dólares de aquel entonces. El escándalo y las acusaciones de despilfarro salpicaron a la Agencia durante años.
En la misma época, un fabricante de equipos de escritura, Paul Fisher, vio ahí una oportunidad y patentó un bolígrafo capaz de escribir boca abajo gracias a un cartucho de tinta presurizado con nitrógeno y tinta en gel. Convirtió su idea en un ‘pelotazo’, pero la NASA no quiso invertir en ello hasta que el producto empezó a comercializarse en la calle. Entonces encargaron unos cuantos centenares que costaron… cuatro dólares con descuento por cantidad. Hasta los rusos hicieron un pedido a Fisher Space Pen de estos bolígrafos que aún se venden en la tienda de recuerdos del Museo del Espacio en Washington y de los que ahora hay -cómo no- una edición conmemorativa.
Escatalogía espacial: cómo ir al lavabo rumbo a la Luna
Épica aparte, un viaje de casi diez días de ida y vuelta por el espacio requería contemplar aspectos cotidianos menos brillantes, como la atención de las necesidades fisiológicas. Para resumir, las heces se guardaban a bordo, mientras que la orina se descargaba en el vacío exterior del espacio, donde se vaporizaba al instante tras dejar una breve nube de cristales que seguía a las naves como estela efímera.
Para miccionar, los astronautas empleaban mangueras con boquillas individuales, aunque no era nada simple el artefacto, puesto que el conducto tenía que ir con calefacción para que la orina no se congelase.
Otra cuestión eran las heces. «Para los astronautas, ir de vientre nunca resultó una experiencia satisfactoria. Las heces se recogían en unas bolsas de plástico con borde adhesivo que se sujetaba a las nalgas», escribe Rafael Clemente. La operación no era fácil (duraba entre 45 minutos y una hora), no se desarrollaba en la intimidad -la cápsula tenía un habitáculo único y reducido- y no estaba libre de escapes de material fisiológico que quedaba flotando en la cabina. Está documentado, pero no entraremos en detalles.
Baste añadir que la gestión de los residuos tampoco era sencilla. Las heces debían almacenarse de forma segura, en varios envoltorios, y tratadas químicamente con una pastilla germicida para evitar que fermentasen y los gases resultantes provocasen una explosión. A bordo del módulo lunar, que se posaba en la superficie de la Luna, el tratamiento era similar, salvo que las bolsas usadas acababan arrojadas al exterior junto con el resto de la basura. O sea, que no solo hay huellas de pisadas y banderas en la superficie de la Luna.
Lo primero que hicimos en la Luna fue tirar basura
Lo primero que hizo Armstrong antes de dar sus primeros pasos por la Luna y obtener las primeras imágenes fue tirar una bolsa de basura sobre el Mar de la Tranquilidad de nuestro satélite. De tal forma que prácticamente lo primero que hizo el ser humano en el suelo de otro astro fue contaminarlo. Aldrin había entregado a Armstrong una bolsa cuando este estaba a punto de bajar la escalerilla, que se limitó a dejarla caer al suelo y mandarla de una patada debajo del Eagle.
Armstrong ni siquiera disimuló su acción y la primera fotografía obtenida por él mismo sobre la Luna muestra esa bolsa de basura, que contenía en su interior toallas de papel, objetos de higiene personal, envoltorios y otros artículos inútiles.
Cuando los astronautas abandonaron el satélite, dejaron sobre su superficie otros desperdicios: sus mochilas de oxígeno, cubrebotas, cámaras de fotos, desechos orgánicos y herramientas, objetos inservibles que dejaban hueco para transportar en la cabina del módulo más de veinte kilos de rocas y polvo lunar que traer a la Tierra.
La foto más famosa del Apolo 11 está manipulada
Lo peor que le puede pasar a un hito como la llegada a la Luna, aún hoy cuestionado por delirantes teorías de la conspiración, es que su imagen más icónica esté manipulada. Pero así es.
No existen imágenes realmente buenas de los astronautas del Apolo 11 sobre la Luna. Muchas están duplicadas, otras se ven desenfocadas o no tienen un encuadre afortunado. La cámara de Armstrong estaba sujeta al pecho de su escafandra, así que no era fácil apuntar. La foto más divulgada de todo el programa Apolo es la AS11-40-5903, que tomó Armstrong a su compañero ‘Buzz’ Aldrin. Una imagen en la que se ve al astronauta recortado frente a la inmensidad negra del espacio y en cuya visera se reflejan su compañero, el módulo lunar e incluso la Tierra en un diminuto punto azul próximo al borde superior, una imagen que se descubrió muchos años después al procesar la foto eliminando el tono dorado del visor.
Sin embargo, Armstrong no logró sacar a su compañero entero, le cortó algo de la parte superior y dejó un suelo lleno de pisadas pero poco vistoso, así que los editores gráficos de muchas revistas retocaron la imagen… y también lo hizo la NASA, que quitó de la fotografía que ellos mismos difundieron la pata del módulo lunar que sí estaba en la imagen original, añadieron en la parte superior más cielo negro -sin reparar en que la antena de la mochila no aparecía-, y recortaron por debajo y por los lados para centrar la imagen.
La propia NASA reconoció la manipulación en un artículo publicado en 2005 y asegura que es la única fotografía de la llegada del hombre a la Luna que retocaron.
Una larga cuarentena, por si acaso
El 24 de julio de 1969 el Apolo 11 regresó a la Tierra. Aunque todo el mundo creía que la Luna era un satélite sin rastro de vida, debido a sus condiciones extremas, ausencia de atmósfera y agua y la continua radiación solar sin filtrar, la NASA quería asegurarse al ciento por ciento de que la tripulación no traía de vuelta algún pasajero indeseado en forma de germen patógeno, así que sometió a los tres astronautas a una severa cuarentena.
Tras caer en el océano, Armstrong, Aldrin y Collins tuvieron que ponerse una escafandra hermética y una mascarilla de filtro antes de saltar a una balsa. Su cápsula fue pulverizada con antiséptico y ellos rociados con lejía. Se los llevaron uno a uno en helicóptero hasta un portaaviones, el USS Hornet, y un buceador cubrió con Betadine tanto la cápsula como la balsa que había recogido a los astronautas, que hundieron luego en el Pacífico.
En el portaaviones, donde se encontraba el presidente estadounidense Richard Nixon, los astronautas fueron introducidos deprisa y sin ceremonia en un vehículo de cuarentena. Un técnico rociaba de desinfectante todo el suelo que pisaron, por si acaso. El habitáculo para la cuarentena era una especie de remolque de cámping modificado, con capacidad para cinco personas, que se convirtió en su hogar hasta que volvieron a Estados Unidos. El portaaviones les llevó en esa caja hasta Pearl Harbor; de allí volaron en un avión de carga hasta una base militar próxima a Houston, y al llegar cambiaron el remolque por un alojamiento más cómodo hasta concluir un aislamiento de casi tres semanas.
Los análisis mostraron que no desarrollaron ninguna patología ni trajeron consigo ningún germen. Pese a ello, las dos siguientes expediciones aplicaron un protocolo de cuarentena parecido, y cuando quedó claro que el peligro era inexistente, se dejó de aplicar a partir del Apolo 15, de modo que los astronautas pudieron dormir en su casa a los pocos días de regresar de la Luna.